Me resbalé por el peñasco cuando te vi a los ojos;
o más bien:
yo estaba en el canal que riega los cultivos de arroz
y cuando me miraste
subí a la postura de las aves
que ven todo lo que hay debajo.
–
He caminado como los que suben montañas:
con los ojos cerrados,
casi llorando por las piernas entumecidas,
llevando hasta la cima un nombre entre los dientes.
–
Partí, ¿saben por qué?
Porque tuve un sueño que me mostró al mismo tiempo todas las imágenes.
Y entonces salí corriendo como los niños cuando llegan los papás:
buscando otra vez la lucidez de su belleza.
–
Me fui siguiéndote los pasos y repitiendo tus palabras.
–
Me daba miedo caminar junto al mar, ¿recuerdas?
me parecía que la playa dividía el tiempo:
a mi derecha el sol quemaba porvenir,
a mi zurda la selva me reclamaba las promesas.
–
No diré que llegué a puertos desconocidos:
lo desconocido me lo sirvió en la mesa
una abuela que me dejó dormir en su cabaña.
¿Cómo vemos los árboles cuando hay lluvia?
–
Entre los montes donde crecen las setas,
—ustedes saben, las setas que son de oro—
el espíritu de mis ancestros me miró altivo:
me pidió una canción que yo no sabía
pero supe tocar
porque mis dedos reconocieron en el viento
su dolor antiguo.
Y ese viejo de los míos,
que se llamaba Siracusa, me dijo:
Te he traído nuestro don.
Pero no te alegres,
ser heredero es peligroso (1).
–
Y cuando desapareció
corrí porque olí el lago
y di vueltas de alegría
antes de llorar frente a su claro.
Todo lo que había querido traer
ya no me hacía falta.
–
Acampé junto al umbral.
Encendí la fogata como me dijiste:
con mis propias cenizas.
No le dije a nadie, es verdad,
tampoco pude explicarlo.
Del fuego salió una sombra y entonces me di cuenta.
Me giré: era la tristeza del valle
abandonado,
frío,
sangrando todos mis juramentos.
Te lo juro,
subí a la cima para ver más allá del horizonte:
y comprendí que la tierra es redonda.
–
¿Me arrojé o me caí?
No importa, volando fue que lo supe:
el camino para contemplar el ocaso
es el mismo de la redención.
–