La culpa de ser Dios

Mirando el Valle de Jordán desde una duna, Jesús meditó en silencio.

Sintió el viento trayéndole desde muy lejos una brisa de mar que sólo él comprendía.

Las manos las tenía abiertas sobre sus piernas cruzadas, como recibiendo del sol un mensaje cifrado.

Él había cruzado el desierto y en verdad sólo se había alimentado de su Palabra;

Él ya no recordaba cuántos días había caminado, pero había llegado a la parte en que la arena quema

y los sueños de volver son eso, sueños.

Había andado con los ojos cerrados, y la ventisca, que era su única testiga,

lo había escuchado murmurar una plegaria sin final ni variación.

Jesús, poseído por toda la fuerza de la tierra, sentado en el desierto, meditando,

era el extremo en el mundo de un rayo invisible que se derramaba desde el cielo.

Rayos que no se veían retumbaban porque la naturaleza obedecía sus pensamientos

y el temblor de todos los oasis que germinaban a su alrededor

restituía océanos de arena al centro de la tierra.

Sintiendo a todas las criaturas avivadas por su alma,

adueñándose de un parlamento desconocido en la Escritura

y viéndonos a todos en un segundo –vivos, muertos y por nacer– el Mesías dijo:

“Dios Padre, estoy abandonado en el mundo del que soy dueño;

entregado a la propia muerte, de la cual yo soy Señor.

Me diste al mismo tiempo todo el poder

y me dejaste leer en las estrellas

la historia que Tú y yo hicimos desde el principio.

Pudiéndolo todo, conociendo todos los secretos, siendo el mismísimo camino,

me duele en el corazón la entera vida que está en mis manos.

En la profecía está dicho que yo salvaré a todas las personas,

¡y aquí estoy! tal como dicen los libros, para hacer tu voluntad,

Oh Dios.

¿Pero ellos saben que yo he visto con mis propios ojos todo lo que han sufrido?

¿Y ellos sabrán alguna vez que en toda muerte muero yo también?

¿Y en quién más estaría la culpa de todos los pecados, sino en quien hizo posible que pudieran ser?

Porque yo soy el creador, yo soy el responsable.

Y porque todos ellos son mis hijos, yo soy quien los ha de salvar.

Y así como Tú me darás de beber el caliz de la cruz, ellos también han sido salpicados por la sangre.

Pero así como Tú me resucitarás de las profundidades, ellos también volverán a nacer del agua.

Esta es mi promesa, y que el tiempo en toda su anchura la oiga para siempre:

Yo estaré con ustedes en el silencio de su dolor.

Vengan beban de mí, pues mis lágrimas son infinitas.

Santísimo Señor Jesús, creador de todas las cosas.

Padre omnipotente, Señor del universo.

Madre, Madre virgen y santa que dio a luz la existencia.

Espíritu inmortal dueño del tiempo y de la historia.

Mi vida te pertence. Hágase en mí tu voluntad.

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